El viejo
Lee abrió de par en par la ventana de su pequeño cuarto como de costumbre. Era
Noviembre, pero el frío había dado una pequeña tregua, y se mostraba templado
en aquella mañana.
Lee era
un hombre afable que toda su vida se había dedicado a fabricar pequeñas piezas
de barro para uso común en un taller que ya heredara de su padre, pero el torpe
pulso, y la casi total ceguera que desde hacía diez años tenía, le habían
obligado a dejar de ejercer su oficio. No obstante, cada mañana le gustaba
recorrer los cincuenta metros que separaban su humilde casa del taller, ahora
utilizado por su sobrino Won al que, a falta de hijos, había trasmitido sus
secretos en el arte de la alfarería.
El té
humeaba aromático en la taza que tomaba para empezar su rutina diaria. Mientras
bebía su té, Lee pensaba que parecía un buen día para disfrutar de su quehacer
preferido; ir hasta el parque cercano a su casa con el petirrojo. Al viejo le
gustaba oír el gorjeo musical y agudo del
pajarillo que un buen día apareció para instalarse en la jaula de bambú que
permanecía colgada de un gancho en el patio de la alfarería con la puerta
siempre abierta desde que su anterior habitante, un mirlo pardo de pecho
blanco, apareciera muerto una tarde quince años atrás.
Aquel
inquilino había logrado amortiguar la angustia que le produjo la aparición de
la vejez, y su eterna acompañante, la ceguera, con su trinar alegre y metálico.
Y por eso Lee recorría el trecho
empedrado del taller hasta el parque con su jaula siempre abierta en la mano
sin vacilar apenas. Hiciera calor o frío el anciano y su pajarillo no faltaban
a su cita con la naturaleza.
Una vez
allí, rodeado de árboles centenarios, Lee encontraba a otros compañeros como él
amantes de los pájaros. Todos iban apareciendo con sus pequeñas jaulas y sus
aves, a cual más exótica, en la plaza jalonada de bancos de piedra tallados
desde un tiempo que se perdía en la memoria. Entonces comenzaba el estruendo:
multitud de diferentes trinos cubrían el espacio, parecía como si las aves, que
habían permanecido calladas durante el trayecto, se pusieran de acuerdo para
elevar su canto, compitiendo unas con otras para hacer deleite de sus cuidadores.
Todos
competían entre sí, discutiendo ruidosamente sobre las cualidades de sus
respectivos pájaros; sus plumajes, sus vivos colores, sus cantos diáfanos… pero
en lo que todos estaban de acuerdo era en alabar al pequeño petirrojo que
cantaba de un modo nunca oído desde su jaula siempre abierta. El pajarillo de
cuando en cuando salía en un vuelo grácil y vivaz mientras su trino apagaba el
trino de los demás compañeros de concierto, y en esos vuelos se iba posando en
otras jaulas, o en los hombros y cabezas de los cuidadores que allí se reunían,
o en los brazos de las personas que a esa hora hacían tai chi con lentos
movimentos en la explanada cercana, provocando la risa de todos.
¡Que
suerte tienes Lee! le decían sus compañeros del parque. Yo me he gastado una
fortuna en este colibrí de raro plumaje, pero no puede competir con la alegría
de tu petirrojo.
Así uno
tras otro alababan la suerte del viejo Lee, y este se encogía de hombros
asintiendo con la cabeza.
Sí, este
pequeño ser ha venido a llenar mi soledad ahora que más lo necesito, y ha
convertido este invierno en primavera, comentaba socarrón a sus compañeros,
mientras el petirrojo revoloteaba a su antojo, hasta que el viejo Lee se
levantaba, y entonces, el pájaro, aparecía veloz para meterse en la jaula.
Así los
días iban pasando hasta que uno, cuando Lee se levantó para emprender el camino
de vuelta, ya la mañana vencida, el petirrojo no apareció.
Lee
esperó allí, de pie, con la pequeña jaula en la temblorosa mano, a que el amigo
volador llegara, pero fue en vano.
Ya caía
la tarde cuando, preocupado, apareció Won en el parque buscando a su tío.
¿Por qué
no has venido al medio día? Hemos ido a tu casa y no estabas. Te buscamos por
la taberna, y nadie nos ha dado razón. Por último te encuentro aquí, en el
sitio al que debí venir primero a buscarte.
Lee miro
a su sobrino y en un susurro le dijo que estaba esperando al petirrojo.
No sé
qué le habrá pasado, pero no ha vuelto a la jaula a la hora de volver a casa, y
no sé como llamarlo, porque me he dado cuenta de que no le he puesto nombre.
Lee
volvió a casa abatido, y esa noche fue tan larga como todo un invierno. Al día
siguiente volvió al parque con la esperanza de que el pajarillo volviera, pero
fue en vano. La jaula permaneció vacía, y todos se acercaban a él diciendo:
¡Qué mala suerte! ¿Cómo ha podido suceder? Deberías comprar otro en el mercado
y así volverías a ser feliz. Pero Lee sabía que eso era imposible, y a todos
les negaba con la cabeza mientras se encogía de hombros.
Una
tarde cogió un papel y su pincel, y a la luz de una vela escribió:
Llegaste con las primeras lluvias
A llenar esta jaula vacía
Tu pecho era de cobre
El mío
era de barro
Todo fue un canto dulce
Desde que apareciste
El calor del verano era más llevadero
El frío del invierno era más soportable
Pero te fuiste un día con las primeras
lluvias
Y dejaste otra vez esta jaula vacía
¿En qué jaula tu pecho?
¿Qué corazón cansado descansará en tu canto?
Ahora que estas lejos no sé cómo llamarte
Si algún día volvieras te llamaría “libre”
Lee dejó
el pincel sobre la mesa y enrolló el papel atándolo con una cinta.
A la
mañana siguiente el viejo no esperó al té. Se vistió lo más rápido que pudo y
fue hasta el taller.
Allí, en
su lugar estaba la jaula con su puerta siempre abierta. Lee se acercó despacio
y en su mano llevaba el pequeño poema que escribió la noche anterior. Desató el
nudo de la cinta y colgó el poema en la puerta. Después volvió lentamente hacia
su casa.
Al
cuarto día, mientras Lee preparaba el arroz y la sopa para el almuerzo escucho
voces que venían llamándole desde lejos.
Lee,
Lee. ¡Sal!. ¡Alégrate! ¡Mira que suerte has tenido! Ha vuelto. Ha
vuelto. Y no ha venido solo.
El viejo
salió a la puerta con el ímpetu de los dieciocho años.
¿Qué
pasa? Gritó nervioso ante tal algarabía.
De entre
los compañeros del parque sobresalía una mano que asía en lo alto la jaula de
bambú. Era Won que entre saltos y voces enseñaba la jaula.
Ha
vuelto. Ha vuelto. Y no ha venido sólo.
Al
llegar a su altura Lee vio dos pequeños
bultos con su mirada turbia dentro de la jaula.
El
petirrojo de pecho cobrizo había vuelto y traía un regalo, otro pequeño
petirrojo de pecho amarillo.