Como de
costumbre salió de su cabaña cuando empezaba a clarear el día. El viejo
ermitaño miró a la extensión que ante él se mostraba con un detenimiento
especial, como si aquella fuera la última vez que contemplara aquel paisaje
abrupto de árboles majestuosos y picos escarpados.
El día
se despertaba claro para aquella época del años en la que solían abundar las
nieblas, y una ligera brisa barría las nubes dejando que el sol calentara sus
huesos. .Era como si la naturaleza quisiera ofrecerle un regalo en recompensa de
tanto esfuerzo.
Hacía
casi cuarenta años que el ermitaño había hecho una inscripción en una piedra de
la pared de su cabaña con la fecha del día en que comenzó su personal aventura,
mientras se conjuraba con permanecer
allí, en aquel lugar apartado de todo, hasta que consiguiera el fin que se
había propuesto. Conseguir dominar su ego.
En otro
tiempo había sido un hombre débil, que se dejaba llevar por los caprichos de la
fantasía. Siempre en pos de satisfacer los deseos que le impedían saber quién
era en realidad. Abandonado a la búsqueda de una felicidad que por lo efímera
no le satisfacía.
Fue lo
que se llama un hombre de éxito, que dejó innumerables enemigos a la vez que
iba conquistando sus propósitos en una voraz carrera. Siempre necesitaba un
nuevo reto que quemar, una nueva conquista que, cuando era conseguida, dejaba
en su corazón un vacío difícil de llenar.
Cada día
al salir el sol el ermitaño miraba la inscripción para renovar su juramento. Al
principio fue un acto de voluntad el vivir en aquel lugar privado de
comodidades, sabiendo que unos kilómetros más abajo podía disponer de todo lo
que echaba de menos. Pero poco a poco, los deseos se fueron diluyendo, hasta el
punto de que aún, aquellos pequeños privilegios que todavía tenía llegaron a sobrarle, pero aún así, aquel
hombre enjuto, acariciaba cada día la inscripción.
Como
digo, hacía casi cuarenta años que vivía en aquella cresta olvidada. Solamente
la visita cada tres meses de Lee,un hombre joven del pueblo del valle, ponían un poco de distracción a su
quehacer cotidiano, que básicamente consistía, como decía él entre pequeñas
risas cuando Lee le preguntaba, en no hacer nada.
Lee
desde joven le aprovisionaba de un pequeño saco de arroz, otro más pequeño de
sal, y de unas varas de incienso que los
habitantes del valle le ofrecían para que el hombre santo, como le
llamaban, intercediera por ellos en sus rezos. Él recibía aquellos presente con agradecimiento, aunque los largos años de meditación y
austeridad habían socavado sus necesidades.
Después,
lentamente su conciencia descendío hacia lo rotundo de la verdad, quedando en
un estado de contemplación que desafiaba al tiempo.
Durante
ese tiempo aparecieron todos sus fantasmas del pasado. Él los veía desde fuera,
mientras, en vano, pretendían agitar su mente. El viejo ermitaño dominaba sus
emociones hasta el punto de que estas carecían de la fuerza necesaria para
desconcentrarle. Su mente ahora era como un espejo donde se reflejaban todas
las pasiones, los miedos y los deseos que habían marcado su vida. Eran sólo
reflejos de su antigua debilidad que ya no podían perturbarle, y una sensación
de plenitud le recorrió el cerebro.
Cuando abrió los ojos ya casi había anochecido, y los árboles lucían sus
siluetas compactas y oscuras. Entonces advirtió que Lee le miraba desde la puerta de la cabaña no
sin extrañeza. Él nunca había visto a aquel hombre resplandecer como ese día.
Cuando llegó a media mañana con su pequeño cargamento le vio allí sentado como
otras muchas veces, pero algo llamo su atención, algo sutil, como una voz
interna que le dijera que algo inusual por fin estaba pasando. Era como si
después de un largo camino cargado de penurias e inseguridades, al salir de un recodo apareciera ante uno,
con todo su esplendor, el prodigio reparador de la meta buscada.
El viejo
miró a los ojos de Lee, y le tocó la frente. Su mirada era de comprensión y
bondad, tan limpia como el agua que corría por el arroyo cercano, y entonces
comprendió el por qué durante estos años, desde que era un adolescente, había
emprendido cada tres meses el camino hasta la cabaña con su ligero cargamento
sin que nadie se lo dijera, ni obligara.
El
ermitaño entonces entro en la cabaña y miro a su alrededor observando cada
rincón de esta austera estancia como para despedirse de aquello que había sido su mundo, después
salió, y sin decir palabra se adentró en el bosque en dirección al valle.
Lee le
vio partir en silencio sin mirar atrás, y un sentido de determinación le recorrió
todo su ser. Cogió una piedra puntiaguda y eligiendo una de la fachada
de la cabaña araño una fecha. Su fecha. La fecha en la que él comenzó su
viaje.
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