Cuando caminaba parcía que todas las mareas se juntaban para jugar con su sombra,
y ella,
sin saberlo,
parecía un mástil al conjuro de los vientos.
Pero ella balanceaba sus caderas de un modo desafiante,
y evitaba,
de forma magistral,
las rayas agrietadas de la acera,
la piel resbaladiza que tienen las baldosas cuando caer la lluvia,
el deslizar sin fin de aquella cuasta abajo.
Hasta que se cayó, puaf, en mitad de un gran charco.
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