ENSUEÑOS EN EL
NILO
Atardece
el Luxor mientras corre una cálida brisa y las aguas del Nilo cadencioso
resplandecen. El sol dibuja el palmeral que se extiende en la otra orilla. La
llamada, desde un rincón lejano, recuerda a los creyentes que es la hora del
rezo con su voz ondulante. Las falucas navegan sin prisa río arriba.
Siento
como el Nilo es una bendición para esta tierra. A ambas orillas la vida se
manifiesta con todo su verdor mientras el desierto las acecha.
Acodado
en la barandilla de la terraza del barco contemplo la paleta de colores que el
ocaso ofrece sobre el agua.
Pequeñas
balsas de ramas flotan gobernadas por garzas inmóviles en un alarde de
equilibrio. Diría que están dormidas sobre sus plataformas irregulares,
mientras se deslizan en dirección al mar cruzándose con el barco que rompe la
corriente.
A esta
hora se respira el calor sofocado de la tarde, y a lo lejos, entre palmeras, un
hombre camina con su hijo que va a lomos de un borrico.
Vienen
de trabajar en algún huerto, pienso mientras
me trasportan a tiempos ancestrales. Parece que no hubieran pasado siglos sobre
la estampa: la túnica blanca y el pequeño turbante contrastan con su rostro
flaco y muy moreno. Él parece dirigir con pequeños toques de una vara ligera al
animal, que va al paso por un camino harto conocido con su ligera carga; un
niño de unos ocho años y una alforja que desde aquí creo repleta de productos
del campo.
Los tres
se alejan poco a poco por la trocha hacia una casa tan blanca y humilde como
sus vestidos, que entre verdor y sombras aparece.
Pero el
barco prosigue como un guía que me muestra un camino que remonta los tiempos.
Acaricio
la idea de hundirme en el pasado de un pueblo legendario como este mirando su
presente.
Apenas
si se escucha el ruido de las olas chocando contra el casco, y pienso que el
tiempo trascurrido es el silencio que ahoga el alboroto del instante.
A mi
izquierda, a lo lejos se oyen voces que me sacan de mis cavilaciones. Agudizo
la vista para ver saltar entre las sombras, que a esta hora ya se ciernen sobre
el Nilo, a un grupo alborozado de bañistas. Son muchachos desnudos que saltan
desde un rústico muelle, se zambullen en el agua. Mientras sus cuerpos brillan
con los últimos rayos, su alegría deslumbra.
El barco
les alcanza, pero ellos ignoran su presencia. Parece como si una frontera
invisible separase dos mundos paralelos.
Ellos se encuentran en otra dimensión que ante mí emerge del abismo del sueño. Poco
a poco se escapan cuando dobla la curva.
Se quedan en su mundo del baño de la tarde, y sus voces se apagan con un cálido
aliento como se acaba el vino.
Pero
sigo flotando en la ebriedad del tiempo. Un presente cubierto con ropas de
pasado se muestra ante mis ojos.
Lavando de rodillas tres mujeres se afanan en
la orilla del río. Golpean y retuercen contra tres piedras blancas la ropa que
se apila. El agua está lechosa cuando aclaran las telas. Son mapas desplegados
de sus vidas que tienden al oreo entre los juncos. Colorido mosaico de telas ya
gastadas y sudor.
Las piedras son las mismas que usaron sus ancestros, y en sus vetas impresas hay historias de manos y rodillas, de frentes y de sueños murmurados con el ruido del agua noche a noche, a golpe de nostalgia y de rutina…
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