jueves, 23 de agosto de 2012

RELATO


 
LOS TUPPER DE BERNARDO
 
 
A las cinco de la tarde del mes de Noviembre ya era prácticamente noche cerrada
en aquel pueblecito de nombre casi impronunciable de la rivera del Elba.
Bernardo, como cada día, regresaba de la fundición en la que desde hacía dos años trabajaba después de un periodo de prácticas como becario. Abrió la puerta del estudio, y en el pequeño recibidor cambió sus botas de goretx por unas cómodas zapatillas de fieltro, colgó  del perchero el plumífero y el gorro de lana, y frotándose las manos pasó a la pieza que hacía de salón y cocina.
Era el apartamento de un soltero. Cuarenta metros cuadrados revueltos, donde; revistas, libros, raqueta de tenis, botellas vacías, papeles, ceniceros repletos, y una camisa colgada con su percha del brazo de la lámpara convivían en extraña armonía.
Se acercó a la mesa y encendió el portátil para mirar el correo y abrir la página de una emisora de radio española que a esas horas programaba un espacio de actualidad y música. Oír español le acercaba a su casa y le alegraba hasta el punto de ponerse a silbar y canturrear  la canción que escuchaba en esos momentos.
Abrió la nevera que como era  habitual estaba medio vacía y sacó una cerveza. Cerró la puerta con el talón del pie derecho y buscó con la mirada el pequeño tupper que  antes de irse al trabajo había dejado en la encimera para que se descongelara.
Mañana tendré que ir a la gasolinera a esperar a Jesús, pensó mientras lo ponía a calentar en el microondas.
Jesús era un camionero casado con una vecina de una amiga de su madre, que desde hacía dos años puntualmente se desviaba unos cincuenta kilómetros de Hamburgo para encontrarse una vez al mes con Bernardo y entregarle una caja térmica de forespan precintada con cinta americana en la que Matilde, la madre de Bernardo, encajaba con precisión geométrica quince tupper de doble ración, cubiertos con hielo picado.
Las comidas de su casa le transportaban a un país, su país, más luminoso. Tenían la virtud de darle  la fuerza necesaria para continuar tan lejos de él y de su familia. Y así cada cena se convertía en una ceremonia imprescindible así como esperada a lo largo del día.
 
Sonó el timbre del microondas para avisar que las lentejas ya estaban listas. Las vertió sobre un plato hondo y se sentó a la mesa que se había preparado apartando primero un montón de cosas que no deberían estar allí.
La sola idea de disfrutar aquella hogareña comida alegraba su corazón e impacientaba  su estómago, tanto que tuvo la impresión de que hasta la cuchara estaba también deseosa de poder tomar contacto con tan delicioso manjar cuando repiqueteó entre sus dedos. Lentamente tomó la primera cucharada y apretó la lengua contra el paladar para sentir mejor aquella textura y aquel sabor tan entrañables.
Según iba comiendo se sentía un poco menos solo. Más cerca de su hogar. Hasta el punto que  podía oír sus ruidos, sentir sus  aromas, percibir su atmósfera calmada,  entrever la  luminosa cocina donde toda la familia se juntaba para contar las incidencias del día, para charlar acaloradamente de cualquier tema que fuera propicio a albergar puntos de vista diferentes, para conmemorar, festejar, y también llorar. En definitiva para vivir.
   
 
 
Cuando terminó  se sentó en la butaca y encendió un pitillo. Cerró los ojos y pensó en lo importante que para él eran aquellos tupper. Tan amorosamente concebidos. Tan milimétricamente organizados. Con sus tapas de colores distintos y sus etiquetas cubiertas con la letra picuda de su madre, en las que ponía; el guiso que contenían, la fecha y el orden en que debía comerlos. Era como si ella le sirviera cada cena, animándole a que no se enfriara. Y una idea surrealista se apoderó de sus pensamientos. Abrió en el portátil el archivo en el que  escribía un pequeño diario: Hoy es 13 de Noviembre y ha sido un día duro en la empresa. Los contratos que se han firmado con Italia me han obligado a tener que reestructurar la producción, y eso aquí es una especie de drama, ya que la improvisación y la imaginación  no son el  fuerte de  esta gente. Así que estuve todo el tiempo intentando convencer a los capataces de que los nuevos planes que había diseñado eran posibles.
Por otro lado este frío tan crudo me tiene trastornado, echo de menos la claridad de Castilla, el sol entrando por la  ventana para despertarme a las ocho de la mañana, y  aunque el frío es intenso en los inviernos de Valladolid, no tiene nada que ver con esta temperatura con la que parecen los huesos de cristal. Sólo me reconforta la hora de la cena que espero con verdadera ilusión, tanto que declino las invitaciones de los compañeros para tomar algunas cervezas a la salida del trabajo, y vengo deprisa a casa a encontrarme con los guisos de mamá.
 
Hoy me han sentado tan bien las lentejas que me dio por pensar que un continuo entramado de guisos formaba una red invisible alrededor del mundo, uniendo a las personas que se quieren a pesar de los kilómetros para superar la soledad. Comida en tupper de todos los tañamos y colores, portadores de buenos sentimientos. Aliento y alimento empaquetado para cuerpo y espíritu. Todos ellos en blancas cajas  cuadradas de forespan precintadas con cinta americana, que el amor abnegado se empeñan en hacer circular de norte a sur, de este a oeste sin desmayo, en silencio, con la humanidad tallada en el corazón.
Si. Decididamente creo que los tupper no son sólo cajitas cuadradas herméticas de plástico para contener comida cocinada. Sino que son un pulso decidido y fuerte. El tacto con que el silencio dice que perteneces a un lugar donde te esperan. Donde piensan en ti cada vez que se consigue la alquimia de convertir unas simples lentejas en una corriente de cálida presencia. Son un puente que el  amor tiende para vencer  la lejanía.
 
Bernardo guardó la pequeña nota y cerro el diario, mientras la  nostalgia se apoderó de él. Así que abrió el Skype y pinchó en casa.
Mientras sonaba el timbre de llamada pensó: Voy a decir a  mamá lo mucho que la quiero.    
 

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