EL MAGNOLIO .
La tarde aún estaba fresca en el principio de
la Primavera, pero a él le
daba igual. Fermín cogió su taza de café y fue a sentarse debajo del magnolio.
¿Cuántos años hacía que lo plantaron
en
aquel rincón de la casa familiar?.
No
recordaba exactamente pero si tenía nítida aún
la imagen de aquel momento en la memoria;
era un niño pequeño, quizá de ocho o nueve
años, cuando una mañana radiante de domingo
sus padres lo plantaron aún retoño, al acabar se quedaron mirando
satisfechos
aquel estilizado arbolito de
hojas picudas y brillantes, entonces su padre, abarcando con sus manos huesudas
los hombros de Fermín, dijo: Ahí crecerá bien. Le da es sol de la mañana y el
rincón de la tapia le protegerá del frío del invierno .Ves hijo, creceréis
juntos con nuestros cuidados. ¿Sabes que tenéis la misma edad?.
Y efectivamente, Fermín con el
tiempo se hizo hombre, y el magnolio se convirtió en un árbol frondoso y
elegante que fielmente acudía al rito de ofrecer su floración año tras año, y que fue testigo de todos los
hechos importantes, buenos o malos, de su vida.
A él acudía para confesarle sus
dudas y temores y confiarle sus secretos. Junto a él, adolescente aún, se
declaró a Lucrecia, la mujer que culminó su vida. Ante él fue llevando a cada
uno de sus tres hijos para, con una diminuta navaja de bolsillo ir haciendo
pequeñas muescas en su tronco junto a iniciales y fechas con las que señalaba las medidas de
sus crecimientos, rito familiar que
había continuado con Damián, el nieto que María, su hija mayor, le había
dado. Y bajo él, en un pequeño hoyo escarbado en la tierra, enterró una caja de
cedro con los objetos venerados de Lucrecia
el día de su muerte, hacia ya tres años. Desde entonces allí acudía para
seguir hablando con ella.
Por todo eso y más, el magnolio
no era un simple árbol. Era el árbol. Su árbol. Su hermano árbol, como le
gustaba llamarlo cuando apoyado en su tronco le hablaba como si lo hiciera a un
ser humano.
Más de una noche la había pasado
en vela cuando una tormenta sacudía sus
ramas y hacía cimbrear su joven tronco. Hasta en una ocasión en la que una galerna
estuvo a punto de arrancarlo, Fermín salió en pleno vendaval para
afianzarlo con cuerdas y estacas, hecho que le costó estar convaleciente de una
pulmonía que le tuvo febril varios días.
Sus hojas verde intenso eran para
él como las manos de un amigo y sus raíces los pies que le mantenían unido a la
realidad.
Tantos instantes pasó sentado en
la hierba bajo su copa cobijadora. Momentos en los que al buscar la soledad, a
la que era tan proclive, encontraba la sabiduría interior del viejo compañero
de viaje que le hablaba de reciedumbre, generosidad, amor, fidelidad… que le
daba lecciones sobre el paso del tiempo con el tacto de su corteza cada día más
rugosa, ofreciéndole consuelo y refugio igual que a los pájaros que en él
anidaban. Por eso, el corazón de Fermín se había convertido con los años en un recio magnolio
en medio de la vida. Un magnolio que dominaba todos sus paisajes para darles
riqueza y equilibrio. Pero aquella noche de Marzo era una noche especial. El
aire fresco de las montañas cercanas peinaba el valle que quería empezar a
despertar. Aquella noche no había estrellas y la dominaba un profundo cansancio.
Fermín acabó su café y se recostó entre dos gruesas raíces. Entonces vio como una
constelación de ramas y hojas empezaban a cimbrear movidas por el viento cada
vez más intenso.
Estamos en casa, dijo Fermín mientras
acariciaba el parterre de hierba fresca donde estaba enterrada la caja de cedro,
y respiraba lo mas hondo que pudo.
Aún sentía intacta la presencia
de Lucrecia que le parecía más real que
nunca. Cerró los ojos para ver su querida figura así como quiso conservarla. Ni
joven ni vieja. En todo el esplendor de una mujer madura y dulce.
Sabía que no estaba dormido
porque una lágrima resbaló por su mejilla hasta la comisura de los labios, y
poco a poco se fue ralentizando todo cuanto le rodeaba. Los minutos sólo eran
gotas de agua que se dirigían al mar irremediablemente .Las gotas de lluvia se
confundían con sus lágrimas.
Tan abatido estaba, que no se daba cuenta de
la tormenta que sobre él se cernía. Aquella noche salieron a pasear todos sus
ausentes para hacer flaquear su determinación. Demasiado empinado ese camino en
noches de fatiga. El magnolio se erguía ante él como una torre, un foco, una
antorcha cuando una luz intensa iluminó el jardín al tiempo que Lucrecia le
tendía los brazos. Después un inmenso crujido se apoderó de todo.